Hacia
finales del siglo XIX, Estados Unidos ya se había consolidado como una nación
con una economía mayormente industrial, tomando incluso liderazgo en muchas
áreas. Los trabajadores se asentaban ahora alrededor de zonas urbanas, en donde
se ubicaban también las fábricas, y así comenzaron a surgir las grandes
ciudades de los Estados Unidos, con Nueva York a la cabeza debido a sus
características geográficas y su puerto, por donde ingresaron millones de
inmigrantes europeos en busca de trabajo.
Debido
a los avances propios de la revolución industrial, que devinieron en una mayor
productividad, la preocupación ahora se centraba en la amenaza de
sobreproducción. El gobierno estadounidense y los altos mandos de sus empresas
necesitaban generar una estrategia. Detrás de la misma, radicaban algunos de
los conceptos centrales del psicoanálisis, en específico de Sigmund Freud, que
se habían formulado hasta el momento. Sobresalían las ideas sobre el
inconsciente, la teoría de la libido y algunas de sus construcciones respecto
al ser humano y la sociedad.
Parte de la teoría que Freud se encontraba
desarrollando establecía que el principio del placer rige la vida pulsional[1]
del ser humano. Es decir, todas nuestras acciones, aun cuando sean suscitadas
por fuerzas de las que no podemos dar cuenta, tienen como meta restablecer el
equilibrio del aparato anímico y a cancelar el sentimiento de displacer o
suscitar uno placentero. Con esta base, se comprende que la tarea de los
políticos y empresarios de la época consistió en lograr que los ciudadanos
vinculasen los productos de consumo con su propia satisfacción.
Antes, los productos eran concebidos como artículos
para suplir alguna necesidad. Es decir, se intercambiaban en función de su
valor de uso, de acuerdo a su utilidad. Logrando que fuesen adquiridos en
función del deseo, se alcanzaría que estos fuesen remplazados no al agotar su
vida útil, sino en función de cómo hacen sentir al individuo. Esto tuvo sus
repercusiones en el esquema de intercambio comercial, donde los precios ahora
también reflejarían un valor agregado y la tensión entre la oferta y la
demanda. Esto ocurría antes únicamente con los artículos de lujo; el plan
consistió en universalizar esta lógica para todas las clases sociales[2].
En el
documental queda claramente
demostrado como esa ligazón entre bienestar y consumo fue obra de Edward Bernays
–sobrino de Freud-, relacionista público quien fue el primero en acuñar el
término, y quien estuvo a cargo de la propaganda política y empresarial de los
Estados Unidos en buena parte del siglo XX. Bernays también trabajó para la CIA,
gestando programas para la manipulación de las masas, en beneficio de los
objetivos políticos de los Estados Unidos.
La crisis del bienestar.
Estado vs capital privado.
Entonces,
ante una sociedad industrial que corre el peligro de sobreproducción, la
respuesta la ofrecieron los grandes bancos de los Estados Unidos. A inicios de
década de los 20, financiaron la creación de los primeros grandes almacenes por
departamento. Tras ello, sobrevino el despliegue publicitario creado por Bernays.
Durante esta época, se utilizarían por primera vez estrategias como la
colocación de marcas en los filmes, la utilización de actores y actrices
reconocidos para promocionar ciertas marcas, la publicación de estudios
científicos cuyos resultados favorecían a una industria en específico,
etcétera. Una nueva manera de manipular las mentes de las masas se había
creado. Cuando antes la publicidad promocionaba los productos en términos de su
funcionalidad, durabilidad y calidad (era basada en hechos), ahora se realizaba
basada en la creación de identificaciones del yo con esos objetos.
Las
consecuencias en el plano económico de la puesta en acción de toda esta armazón
capitalista se evidenciaron incisivamente en el colapso de la bolsa de valores,
el 29 de octubre de 1929. Como ya es conocido, esto devino en una de las
mayores crisis del sistema capitalista del último siglo. Años más tarde, aún
buscando salir de la crisis, el presidente Roosevelt, quien llegó al poder en
1933, pondría en marcha el New Deal, que
sienta las bases para un nuevo modelo de desarrollo, el del Estado benefactor.
Esto,sin miramientos, tendrá grandes efectos sobre la organización de la
economía.
A la vez que el individuo se recoge en sí mismo tras
las consecuencias de la crisis y los efectos de la I Guerra Mundial, el plano
político sigue una misma tendencia a centrar los esfuerzos en un desarrollo
interno, no dependiente de los vaivenes del exterior. En ese sentido, las
políticas intervencionistas ayudaron para redistribuir la riqueza, nacionalizar
empresas, poner en práctica reformas laborales en beneficio de los
trabajadores, etcétera. No obstante, estas ideas no eran bien recibidas por los
empresarios, a favor del libre mercado.[3]
Ante
esta coyuntura, la respuesta de los capitalistas se fundamentaría una vez más
en la nueva concepción de ser humano elucidada por Sigmund Freud. Esta vez, la
estrategia consistió en lograr vincular el ideal de bienestar de la sociedad
estadounidense con las empresas capitalistas. Así, se vendió la idea de que las
empresas son el motor de (los Estados
Unidos de) América y que de su prosperidad dependía la de toda la sociedad.
En 1939, en la World’s Fair de la
ciudad de New York, la General Motors, asesorada por Bernays, presentó Democracity, que podría traducirse como Democraciudad, donde se mostraba la
maqueta de una ciudad futurista con autopistas de alta velocidad y altos
edificios. Esto fue también respaldado luego por la cobertura mediática.
En El malestar en la cultura, Freud dice
que los dos objetivos fundamentales de la cultura son la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de
los vínculos recíprocos entre los hombres (Freud, 1992,
pág. 88) .
Las religiones, y sus representaciones de dios, responden a un ideal de esa
cultura. Sin embargo, la revolución industrial y tecnológica ha dotado a los
seres humanos de órganos auxiliares
que le han permitido acercarse a ese ideal, alimentando así su narcisismo,
entendido bajo la concepción freudiana.[4]
Por
otro lado, logrando crear ese vínculo, en apariencia inseparable, entre las
empresas y el bienestar del individuo, estos se tornarían a su favor. El Estado
comenzaría a ser concebido como un ente restrictivo, versus el mercado que se
presenta como una entidad libre, autorregulada y gracias al cual los individuos
pueden alcanzar su satisfacción a base de trabajo y consumo. En el texto de
Freud, existe una hostilidad hacia la cultura que está precisamente en función
de la restricción que ésta impone al cumplimiento del principio del place. Lo
que aquí se logró fue volcar esta hostilidad hacia la figura del Estado y
asociar la libertad del mercado como garante de la satisfacción propia.
El psicoanálisis permitió ligar los procesos políticos
y económicos con las más profundas aspiraciones del ser humano, lo cual
desembocó en una resignificación de los ideales del individuo. Ahora, con
productos que se presentan como objetos de placer y como una expresión exterior
del yo, el papel del consumidor pasaría a ser preponderante. No es en vano la
creencia de que la industria y los consumidores son el motor de la prosperidad
de los Estados Unidos[5],
así incluso dicho por el presidente Hoover en 1928. Dijo, también, que el
crédito es el fluido vital de los negocios, de los precios y del trabajo,
alentando aún más la oleada consumista.[6]
Observamos aquí también, entonces, cómo fue en
crescendo la extrapolación de la ley del valor hacia los demás ámbitos de la
vida del ser humano. La introducción de los nuevos paradigmas propagandísticos
en medios de prensa, la industria cinematográfica, la política y la ciencia,
permearon a todas estas ramas de una lógica basada en la obtención de una
ganancia, la cual hasta ese momento se constreñía a la producción industrial.
Así, el capital logra expandirse generando nuevos mercados, confiriéndole a la
producción artística, científica, mediática y política un valor de cambio, el
cual se encuentra en función de los patrocinios pagados por las empresas
industriales. A la larga, su producción terminaría mercantilizándose y llegaría
a ser tranzada en el mercado.
Con todo lo anterior entendido, se
puede observar claramente el vínculo de las estrategias planteadas por Edward
Bernays y las teorías de Sigmund Freud. En ese momento, se logró instaurar un
nuevo ideal de cultura estadounidense basado en democracia y libertad,
precedido por el papel de los Estados Unidos en Europa tras la I Guerra
Mundial, y entretejiéndose, sin posibilidad de separación, a dos ideas
fundamentales: 1) la de las empresas como motor de bienestar y garantía del
progreso y 2) la de la adquisición de sus productos como sinónimo de
satisfacción.
De esta manera, se alcanzaría una sociedad controlada
y estable, constituida por individuos que creen, al menos, ser felices en la
medida en la que ese ideal construido sea alcanzado. Las ideas de Bernays en
ese sentido, se sustentaban en que la democracia sólo funciona si la élite
controla a los individuos y que lo ocurrido en la Alemania nazi era prueba de
que la democracia no funciona.
[1] El concepto de pulsión en la
obra freudiana se refiere a fuerzas
derivadas de las tensiones somáticas y las necesidades del ello. Tienen como
objeto cancelar una excitación del aparato anímico, que busca siempre
mantenerse estable, mediante su satisfacción.
[2] Esto coincide con la
aparición y despliegue del modo de producción fordista.
[3] Aquí, queda fuertemente evidenciada la relación de interdependencia en
la que se desarrollan los mercados y los Estados. En línea con lo expuesto por
Keohane & Nye (1988), se puede afirmar que la influencia del capital
privado ha sido determinante en las decisiones políticas nacionales e
internacionales y que, además, dicha influencia limita la soberanía de los
pueblos. Además, para Gilpin (1990), el mercado es un promotor de intercambio y
fuente de relaciones cooperativas, y es el Estado quien ejecuta las acciones
políticas que afectan al primero y que le han conferido un elemento de poder en
la sociedad.
[4] Para Freud, el narcisismo es un
pasaje necesario en la constitución del ser humano y, en particular, el
narcisismo originario, vivido en la primera infancia, se relaciona con la etapa
de mayor satisfacción en su vida,
condición que tratará de recrear a lo largo de esta.
[5] “Economic
depression cannot be cured by legislative action or executive pronouncement.
Economic wounds must be healed by the action of the cells of the economic body
- the producers and consumers themselves.”
[6] “Let
me remind you that credit is the lifeblood of business, the lifeblood of prices
and jobs”
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