Son comunes en estos días las
declaraciones de algunos políticos en las que rechazan ser homofóbicos o
incurrir en prácticas discriminatorias. Más allá de calificativos que puedan
ser cuestionados por su denotación o por su connotación, podemos pensar que
existen únicamente dos posiciones con respecto a la igualdad: o se defiende, o
no se defiende. Para efectos de este artículo, la igualdad es entendida como la
no discriminación a priori al acceso de derechos o privilegios que otorgan las
leyes costarricenses. La utilización del término arroja un resultado excluyente.
Es decir, dos o más elementos pueden sólo ser iguales o no serlo. No admiten
condicionantes, ni peros, ni excusas de ningún tipo.
Lo anterior no quiere decir,
entonces, que exista una única posición con respecto al tema de igualdad en el
ámbito de los Derechos Humanos. Existen dos y únicamente dos. No admite
términos medios. No se puede legislar a favor de la igualdad, o en contra de la
discriminación, si ya de entrada se establecen condiciones. He ahí la
contradicción primordial del discurso político de la cual se derivan todas las
demás que hemos escuchado. Para ellos, es más cómodo asegurar que no
discriminan, y luego anexarle todo tipo de condicionantes.
La inconveniencia de que se le
califique a uno de racista, xenófobo u homofóbico hace que dichos adjetivos sean negados a toda costa
por quienes se encuentran en ejercicio del poder. Sin embargo, la
discriminación no se limita a demostraciones de violencia verbal o física. La
discriminación no es una cosa, no es un algo material que podamos ver y tocar
y, por ende, es fácil disimularla o ignorar que trabaja dentro nosotros mismos.
La discriminación es también tácita. Está en
nuestra mente y, sólo algunas veces, alcanza manifestaciones violentas o de
menoscabo hacia otro ser humano. Las muchas otras opera en silencio, pero se
evidencia aún en los pequeños detalles. En los políticos, se evidencia en los
yerros de su discurso. Se asoma cuando se dice que los homosexuales no somos
seres normales o que incurrimos en prácticas extrañas, estableciendo una clara
diferenciación basada en un juicio de valor; o cuando se dice que la igualdad
no es prioridad porque hay temas más urgentes. Siempre habrá temas más urgentes
para quienes no entienden que las grandes problemáticas del país son
manifestaciones macro de la desigualdad social. Nunca habrá un momento oportuno
para quienes no creen vehementemente que el único rasgo unificador y, por ende,
no discriminatorio, es la humanidad de
cada uno de nosotros.
Para quienes creemos en una sociedad más
igualitaria no hay prioridades más allá de las que necesariamente existen por
un ordenamiento del tiempo legislativo. Tampoco existen limitaciones económicas
que impidan esta realización, pues lo poco o lo mucho que hay debería ser distribuido
de manera justa y equitativa, o priorizado según criterios de la razón y no de
una moral dogmática. La aspiración es que las leyes deben cobijar a todos los
ciudadanos por igual. Las únicas excepciones las conformarían aquellas leyes que
promuevan algún tipo de beneficio adicional a poblaciones vulnerables, por
encontrarse en condición de desventaja con respecto al grueso de la población;
o quienes por alguna falta cometida vean limitados algunos de sus derechos,
siempre sujetos a los principios de proporcionalidad. Ninguno de los dos casos
anteriores es el de la población sexualmente diversa.
No existen sociedades homogéneas. La
unicidad y las particularidades de cada ser humano hacen de eso un imposible. Lo
que está en discusión es qué posición tomamos como individuos, y como sociedad,
ante estas diferencias. En lo personal, creo
que ninguna de ellas puede constituir un causante de discriminación. Nuestras
ideas de un mundo mejor y de cómo llegar a él podrán ser también discrepantes
en algunas ocasiones. Es valiente defender esas posiciones, pero es cobarde
escudarse en discursos retóricos que al ser integrados, para formar la
totalidad del panorama, no logran sostenerse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario